Según las noticias de los Hechos de los Apóstoles (17, 18) Pablo había tomado contacto con ciertos atenienses que practicaban las filosofías de las escuelas epicúreas y estoicas. Un perfil de estos filósofos, probablemente, es el que se deja ver también en las cartas a los cristianos de Corinto.
Pablo nos habla de creyentes que se sentían “ricos” y poseedores de “una realeza” (1 Cor, 4, 8); que vivían según la naturaleza (psyjé), o sea, que no seguían observancias alimentarias, o bien, que no se preocupaban por su conducta sexual. Y esto, en el fondo, porque se consideraban a sí mismos como “poderosos” y “bien nacidos” (1, 26)[1], características que se podrían asimilar, en definitiva, al ideal del sabio cínico-estoico. Lo que llama la atención es que desde el principio de la Carta se diga que estos fieles poseían carismas como los de la palabra (lógos) y los del conocimiento (gnosis), pero que sin embargo, no actuaban según lo deseado por el Apóstol. Tal vez la clave esté en este punto.
Precisamente uno de los términos que estarán presentes en toda la Carta serán, tanto los de los discursos (lógoi) como los referidos a la sabiduría (sophía). Son los griegos, dice Pablo, los que van detrás de la sabiduría; son los griegos, también, los que se dejan admirar por la elocuencia de la palabra -del alejandrino Apolo? (Hc 18, 24)-. Pablo, en cambio, transmite el mensaje de la cruz, que es «escándalo para los judíos y locura para los griegos» (1, 22-23). Al parecer en el seno de las comunidades de Corinto había disensiones y esto promovía que sus miembros apoyaran a unos predicadores y no a otros. Pablo sostiene que no debería haber divisiones en tanto que lo que se predica no se funda en una sabiduría humana, es decir, la retórica, la persuasión de la que estaban acostumbrados los griegos: «¿Dónde está el sabio (sophós)? ¿Dónde el escriba (grammateús)? ¿Dónde el disputador (syzetetés) de este mundo?»(1, 20ss). La excepcionalidad del mensaje cristiano, se funda, más bien, en «la manifestación del poder del Espíritu», eso que “confunde a los griegos”, lo que Dios eligió, «lo que no es (tà mè ónta), para anular lo que es (tà ónta)»; que Cristo haya sido crucificado, que Pablo transmita su mensaje de salvación sin hacer uso de sus conocimientos personales (el el don de lenguas?), o que lo haya encarado de forma temerosa, impotente, etcétera,como nos dice.
Pero pese al descrédito de los términos de la cultura griega que Pablo pretende extremar, también se hablará de un discurso de sabiduría en sentido positivo, y que puede remitirnos a la época. «La sabiduría entre los perfectos», la sabiduría de los que tienen el Espíritu (pneûma) de Dios; la sabiduría “misteriosa (en mysterío), escondida (apokekrymménen)”, la que Dios reservó desde antes de la creación para los creyentes. ¿Esa sabiduría no podía vincularse al vocabulario propio de los misterios helenísticos? Ciertamente hay toda una terminología afín, pero también es claro que Pablo se sirve de tradiciones que son semíticas, las que luego se reelaborarán con pinceladas de la filosofía contemporánea en los Padres de la Iglesia. Porque esa sabiduría que no la conoció ni el mundo ni “ciertos príncipes” (arjontón) –los ángeles de la apocalíptica judía?- tampoco fue captada “ni por el ojo, ni el oído, ni el corazón del hombre” (2, 6 ss). Expresiones idénticas de esta última cita se encuentran esparcidas en varios textos de la tradición judía (Ascensión de Isaías, IV Esdras, Carta de Tito, Antigüedades Judías del Ps,. Fil), cristiana (Testamento de los Apóstoles, Cartas de Clemente romano, Protréptico) y gnóstica (Libro de Baruc, Ev de Tomás, Oración de Pablo). Fundamentalmente estamos ante la presencia de relatos que tienen que ver con un acceso a Dios -como las narraciones de Henoc-, y que para Pablo y los corintios resultaban familiares: «Vendré a las visiones y revelaciones del Señor. Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años –si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo…» (2 Cor 12, 1-3). El contenido de esa experiencia puede entenderse por lo tanto y paradójicamente, como más profundo que el discurso de la filosofía griega, y no sería casual que Pablo nos hable en este contexto, de tener el pensamiento (noûs) de Cristo, pensamiento incomprensible, ahora, para los psíquicos, los que sólo cuentan con la vida natural o (psyjé).
Los carismas de la sabiduría, de la palabra, entonces, se darán en un mismo Espíritu, sin aceptar las divisiones partidarias, y aclarando a quiénes se les había confió: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el Nombre del Señor Jesucristo y en el espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11).
Quizás la última frase que habla de la justificación nos ayudará: es la intermediación de Cristo la que hace justos a los hombres, tanto judíos como griegos, no otra cosa (como la observancia de Ley mosaica, o la práctica de la filosofía). Entonces el cristiano cuentan con el privilegio que la generación de de los Padres apologistas explotará: La mediación del Hijo es la que permite salvarse. Esa mediación que para los judíos era la misma Sabiduría de Dios (Proverbios 8), y que para los que filosofaban como Filón era el Lógos, ahora es el mismo Cristo. Entonces es comprensible que Justino Mártir, retomando lo dicho por El evangelio de Juan en su prólogo, nos diga que los griegos habían hablado del Lógos pero que, «cuanto de bueno está dicho por ellos nos pertenece a nosotros» (Apol 2, 13, 4). Los griegos han hablado de forma parcial y no hicieron otra cosa que, inclusive, plagiar lo que ya estaba contenido en las Escrituras. Estos cristianos que contaban con el aporte de las tradiciones judías ahora se valdrán de la filosofía para dialogar o enfrentar a las escuelas filosóficas del momento, con el objeto de presentar en sociedad el carácter de verdad y de universalidad de su doctrina. De ese encuentro germinarán disputas o intercambios que paulatinamente irán acercando el lógos griego con la pístis cristiana, al punto de que filósofos como Jámblico o Proclo nos hablarán de la teurgia, de un determinado culto para conocer a Dios (Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia).
Lo que se intentó señalar es cómo en Pablo ya se da en germen toda una serie de problemáticas que tienen que ver con la filosofía del momento. Si bien es difícil determinar hasta qué punto podrían haber marcas visibles de estoicismo o epicureismo, por ejemplo, sí es cierto que algunas temáticas que se intentaron sugerir, como el carácter de la sabiduría de Dios, que se daba en “misterio”, “ocultamente” etcétera, estarán presentes en otros textos, ya sean religiosos o filosóficos, judíos, paganos o cristianos. Ese trasfondo que ya estaba presente, digamos, tanto en los Apócrifos del AT como en Filón, en los Hermetica como en Plutarco, por ejemplo, servirán de suelo propicio para las ulteriores cuestiones que abordará la filosofía, la que llamaremos filosofía cristiana.
Bibliografía
Biblia de Jerusalén. Nueva edición revisada y aumentada, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998.
J. Daniélou, Teología del judeocristianismo, Cristiandad, Madrid, 2004.
P. Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua?, FCE, México, 1998.
R. M. Grant, La gnose et les origines chrétiennes, Éditions du Senil, París, 1964.
E. Nestle, K. Aland, Novum Testamentum Graece et latine, Württembergische Bibellanstatt, Stuttgart, 231963.
L. H. Rivas, Pablo y la Iglesia. Ensayo sobre las eclesiologías paulinas, Editorial Claretiana, Bs As, 2007. D. Ruiz Bueno, Padres apologistas del siglo II, Bac, Madrid,
[1] Cf. R. M. Grant, La gnose et les origines chrétiennes, Éditions du Senil, París, 1964, p. 137.